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Democracia radical para la judicatura: los jurados populares

Jurados

La explicación del presidente para sostener su iniciativa de reforma es milimétrica, exacta e inobjetable: la judicatura está lejos de la democracia que, vibrante, se expresó el 2 de junio en las urnas. Ministras, ministros, magistradas, magistrados y jueces son vistos con distancia y generan desconfianza en el pueblo elector.

Este año se cumplen treinta de la reforma constitucional que cambió, a nivel federal, la integración y funciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y que creó al Consejo de la Judicatura Federal. Hoy, el balance de ese cambio es negativo a los ojos de la gran mayoría de votantes que se expresaron en junio pasado. Los votantes respaldaron, mayoritariamente, la visión presidencial que acusa a todos los poderes judiciales del país de corrupción, derroche y lejanía respecto de los intereses y de las necesidades de la población. Es imposible no admitir que las urnas hablaron, por lo que sería muy grave que las personas integrantes de la judicatura, y en especial, quienes la dirigen, fingieran sordera.

En este contexto, me parece que la propuesta del ejecutivo federal se queda corta y no sirve a sus propios deseos, lo cual resulta un tanto anticlimático pues parece ser temerosa, a priori, a una democratización radical de los poderes judiciales. En esa lógica, la receta que el presidente nos propone, es decir, elegir popularmente a todas las personas que se dedican a juzgar en México, parece más un veneno que una cura.

La toxicidad del proyecto presidencial se demostraría con la que sería su consecuencia inmediata: la desestabilización brutal, de golpe y porrazo, de uno de los tres poderes del Estado, con la inyección de incertidumbre a la vida social que eso conlleva.  

Alegar que las personas designadas por el voto popular contarían con una gran legitimidad social, no remediaría los enormes problemas logísticos que tanto la organización de una elección inédita en México, como la puesta en operación de una nueva estructura a cargo de resolver millones de pleitos en marcha en los tribunales, permiten prever en perjuicio del legítimo y añejo reclamo de justicia de la sociedad. Ni siquiera queda claro que las olas y olas de votantes que fueron a las urnas a principios de junio pasado, vayan a sentir una gran emoción que los lleve de nuevo a participar para, en esta ocasión, elegir jueces.

Por eso, si la democratización radical de la impartición de justicia es el punto de llegada de la reforma propuesta, ¿por qué no ir más allá volteando a ver a nuestra propia historia para recuperar, gradualmente, la existencia de los jurados populares como elemento central de legitimidad democrática del aparato de justicia?  

Los jurados populares son parte de una tradición jurídica que fue borrada por los autoritarismos implacables que tuvieron vigencia en México durante el porfiriato y la posrevolución, mismos que generaron efectos muy perniciosos para la democracia nacional, al poner el poder jurisdiccional en manos de jueces designados, primero, por el poder político hegemónico y represor y, luego, por una casta de funcionarios jurisdiccionales que, a lo largo de los últimos treinta años, se enquistaron en los poderes judiciales del país.

Desde la época de la Reforma en la segunda parte del siglo XIX, muchos intelectuales liberales mexicanos consideraron que la instauración de los jurados integrados por personas comunes para juzgar a quienes violaran la ley, representaba un triunfo de la democracia verdadera: “sólo los pueblos libres se juzgan a sí mismos, pues los monarcas absolutos no lo permiten” afirmó Laglois en el Congreso Constituyente de 1856. Bajo esta idea, los jurados populares se constitucionalizaron para que las personas que no cumplieran la ley, fueran juzgados por sus pares.

A esta visión se opusieron, desde luego, posturas como la de Ignacio Vallarta, una de las figuras sacrosantas del Juicio de Amparo y del Poder Judicial de la Federación como lo conocemos, quien señaló que, en sociedades complejas y pobladas, la democracia se debería ejercer en forma indirecta, mediante representantes.

Vallarta sostenía, además, que los jurados populares sólo podían integrarse por personas conocedoras de sus derechos, ilustradas y preocupadas por los asuntos públicos. Esta opinión positivista, elitista, discriminadora y auténticamente decimonónica, contenía el huevo de la serpiente que serviría de pretexto a los autoritarismos ya mencionados, para desbarrancar la existencia legal de los jurados populares en el México postrevolucionario y, con ello, la verdadera democratización judicial.

En todo caso, los jurados tuvieron plena vigencia como órganos máximos de justicia penal en el país entre 1869, fecha en la que el presidente Juárez los instituyó en el Código Penal, y 1880, pues en esos años contaron con la facultad de conocer y resolver sobre casi todos los delitos que se cometían, siendo sus decisiones inapelables.

Después de 1880, teniendo como pretexto el ideario positivista y como motivo real la corrupción rampante y creciente entre los funcionarios públicos, los jurados fueron despojados paulatinamente de autoridad, al ordenarse, por una parte, que sus decisiones pudieran ser revisadas por jueces designados por el poder político y al prohibírseles, por otra, conocer de delitos como peculado, abuso de confianza, quiebra fraudulenta, fraude contra la propiedad y la bigamia.

La narrativa porfirista que, según Daniel Cossío Villegas, erigió el Estado de derecho simulado para proteger al autoritarismo y a la corrupción, fue degradando los poderes de los jurados para beneficiar la construcción de una judicatura integrada por “jueces profesionales”. El sonsonete clasista, como hemos visto, perdura hasta el día de hoy.

Los últimos juicios célebres en los que se aplicó el jurado popular en México fueron el de León Toral, asesino del presidente Álvaro Obregón y el de las llamadas “autoviudas”, un grupo de mujeres que, en el último quinquenio de la década de los años veinte del siglo pasado, asesinaron a sus maridos violentadores, siendo exoneradas por aclamación.

En 1929, el presidente Emilio Portes Gil eliminó a los jurados populares del Código Penal, pero sin derogar la figura de artículo 20, fracción de VI de la Constitución, cláusula vigente hasta la entrada en vigor de la reforma constitucional de 2008, misma que introdujo el sistema penal adversarial en nuestro país.

La propuesta del presidente López Obrador ofrece la oportunidad de discutir y mejorar la reforma impostergable del poder judicial. En ese ánimo, me parece que nombrar jurados de ciudadanos facultados para sentenciar con plena autoridad, puede atemperar y controlar el poder de impartidores de justicia electos popularmente, volviendo a convertir a los jueces en lo que alguna vez fueron: meros instructores de los procesos, ni más ni menos.

Además, ¿quién podría negarse a que los propios jueces y, de hecho, todos los servidores públicos acusados de corrupción, fueran sometidos al juicio de jurados de ciudadanos y no por funcionarios designados y no votados que integrarían el llamado Tribunal de Disciplina que propone la reforma?

Si se trata de democratizar al poder judicial, existen en nuestra historia constitucional modelos más radicales y menos tóxicos que pueden servir de inspiración para no depender en exclusiva de las decisiones de jueces electos. Para encontrar democracia real, vale la pena, como en tantas cosas, voltear al pasado y redimir los yerros cometidos históricamente.

Carlos Pérez Vázquez

Es es licenciado en Derecho por la UNAM, maestro en Derecho por la universidad de Harvard y Doctor en Letras Modernas por la UIA. 

Ha sido integrante del Comité de Impulso a la Justicia, Comisión de la Verdad para la llamada Guerra Sucia, coordinador de Derechos Humanos y Asesoría de la Presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; Secretario de Estudio y Cuenta, en la Suprema Corte de Justicia de la Nación; Investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM y asesor en el Consejo General, Instituto Federal Electoral.