Antisemitismo
Nunca más es hoy
Soy descendiente de judíos polacos que huyeron de Europa entre 1925-35, por el alarmante crecimiento del antisemitismo que ya desde entonces se sentía. Seis hermanos de mi abuelo paterno, cinco de mi abuela paterna y la única hermana de mi abuelo materno perecieron víctimas de la maquinaria nazi.
Tengo dos hijas: una vive en Tel Aviv y la otra, en Barcelona. Sin duda, el conflicto entre Israel y Hamás es, para mí, un asunto personal. Las atrocidades cometidas por los terroristas de Hamas el sábado 7 de octubre despertaron en nosotros la memoria colectiva impresa en nuestro ADN. Nunca desde el Holocausto habíamos presenciado tal ensañamiento contra seres humanos por el simple hecho de ser judíos.
El 6 de octubre por la noche, al irme a dormir, sonó una notificación en mi móvil: “Lluvia de misiles cae sobre Israel”. Era poca la información y nada se sabía aún de la incursión en territorio israelí de varios miles de asesinos sedientos de sangre. Llamé a mi hija, que ya para ese momento llevaba 45 minutos encerrada en un refugio del que no saldría en cinco días. No entendía lo que pasaba.
Un misil cayó en su barrio, cerca de su apartamento, justo al lado de la calle donde vive su mejor amiga, destruyendo por completo el taller de impresión donde produjo su trabajo de graduación en Diseño Gráfico un año antes.
A pesar de los peligros, y pasado el susto inicial, confieso que en estos dos meses me ha preocupado más la seguridad y la salud emocional de mi otra hija, la que está en Barcelona. En Israel todas las casas tienen cuartos seguros fortificados, en todas partes hay refugios antiaéreos públicos, y mi hija tiene amigos y familia que se acompañan, se ocupan el uno del otro y se dan apoyo emocional. Además, en tiempos de guerra la sociedad israelí saca a relucir su mejor cara, la solidaria, compasiva, la que deja de lado diferencias políticas y se une en torno a la defensa del hermano, de la patria y la nación.
En España, como en muchos otros sitios, se desató una ola de antisemitismo que no veíamos desde la década de 1930. Las máscaras se cayeron; los que han pasado años justificándose (“soy antisionista, no antisemita”) revelaron su lado oscuro. El círculo de amigos de mi hija le dio la espalda, como si ella fuera culpable de lo que estuviera sucediendo en el Medio Oriente. Que ella se preocupara por su hermana en Tel Aviv, que le doliera la masacre, que se manifestara abiertamente contra los atroces abusos sexuales contra niñas, mujeres jóvenes, adultas y adultas mayores, le valió el desprecio de quienes creía sus amigos.
De pronto, salir a la calle ya no fue igual. Había que revisar cuándo y dónde habría manifestaciones pro Hamás y no acercarse. A mi hija, que buscaba trabajo, tuve que sugerirle quitar de su currículum vitae toda referencia a cursos de liderazgo en Israel. Cualquier sensación de seguridad quedó hecha trizas.
Costa Rica es un país excepcional. Si bien en redes sociales han crecido los mensajes de odio, en consonancia con otras latitudes, los judíos costarricenses no nos hemos sentido inseguros en espacios públicos. Las manifestaciones pro Hamas han sido pocas, no violentas y poco concurridas, y cualquier incidente de antisemitismo en las calles no ha trascendido.
Como diputado de la República, acostumbro recorrer las diferentes regiones del país y, hasta ahora, no he recibido un trato diferente que el de antes de la barbarie del 7 de octubre. En el congreso he tenido que actuar para evitar la adopción de resoluciones introducidas por diputados de izquierda para condenar a Israel por ejercer su derecho de legítima defensa, o equiparando en el plano moral los actos terroristas de Hamas con las acciones de defensa de Israel, y en ello he contado con el apoyo de socialdemócratas, socialcristianos, evangélicos y, por supuesto, liberales.
No puedo hablar por los judíos latinoamericanos en su conjunto porque no es lo mismo vivir en Brasil que en México, en Chile que en Colombia, o en Bolivia que en Costa Rica. Pero, independientemente de lo que haya sucedido en nuestro entorno inmediato, la experiencia de los judíos en estos últimos dos meses tiene connotaciones de carácter universal.
El Movimiento de Lucha contra el Antisemitismo (CAM: Combat Antisemitism Movement) reportó un incremento de 1180% en los casos de antisemitismo reportados EN LOS 7 DÍAS POSTERIORES al 7 de octubre, a la vez que empezaban a emerger las cruentas imágenes de la barbarie cometida por los terroristas islamistas de Hamas en Israel, grabadas por los propios asesinos y violadores.
El que la reacción de una parte nada despreciable del mundo a los más atroces actos antisemitas desde el final del Holocausto nazi fuera, precisamente, soltar amarras a ese antisemitismo que hasta entonces calentaba a fuego lento bajo la superficie, ha sido una bofetada a la cara de todos los judíos.
Que los judíos seamos culpabilizados de los ataques en nuestra contra, que se nos niegue el derecho de autodeterminación cuestionando el derecho a existir del único estado judío, que tengamos que tomar precauciones extraordinarias al salir a la calle o al llegar a nuestras casas, y todo a menos de 80 años de finalizada la Segunda Guerra Mundial, no es algo que hubiéramos tan siquiera imaginado hace apenas tres meses.
Pero aquí estamos hoy, a finales del año 2023, viendo horrorizados cómo los antisemitas profanan el cementerio judío de Viena, pintan estrellas de David o la palabra Jude en casas de judíos en Berlín, disparan contra escuelas y lanzan bombas incendiarias contra sinagogas en Montreal, o pintan esvásticas en la sinagoga de Temuco, en Chile.
Nos ha tocado ver marchas “pro Palestina” tornarse en festivales antisemitas, en ciudades como Londres, Belfast, París, Copenhague, Madrid y Melbourne, donde hemos escuchado frases como “muerte a los judíos”, “Hitler tenía razón” y, por supuesto, “desde el río hasta el mar”, que revela las intenciones genocidas de quienes la entonan.
Hemos tenido que soportar al presidente Petro de Colombia llamarnos nazis. Observamos consternados la indiferencia de organismos internacionales, creados para promover los derechos humanos y la convivencia pacífica entre los pueblos, hacia el sufrimiento de los judíos, haciéndonos concluir que los derechos humanos son para todos menos para los judíos o, tal vez, que manteniendo la tradición nazi en pleno siglo XXI, seguimos siendo vistos como subhumanos no merecedores de derechos. Lo mismo va para las ONG de derechos humanos, de defensa de la mujer y de protección a los niños. Su silencio ha sido asquerosamente ensordecedor.
El Holocausto nazi no empezó en 1939, ni en la conferencia de Wansee en 1942, cuando se aprobó la “Solución Final al problema judío”. Yo postulo que arrancó en 1925 –quizás antes– cuando Hitler publicó Mein Kampf y abrió el espacio para la discusión y eventual normalización de sus ideas extremistas.
El rebrote del antisemitismo observado en las ocho semanas transcurridas desde el 7 de octubre no surge en el vacío. Desde la infame resolución de la ONU de 1975, que declaró que sionismo es racismo, se generó el espacio para transmutar el discurso antisemita en antisionista, como paso previo a su normalización. El pogromo de Hamas fue la oportunidad que esperaban los antisemitas solapados de Occidente para sacar a la luz su visceral odio reprimido a todo lo que sea judío.
Si el mundo aprendió algo de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto nazi, debe tomar medidas ejemplares y ejemplarizantes contra el resurgimiento actual del antisemitismo. Para los judíos, la principal secuela del 7-O será un cambio de actitud para enfrentar los nuevos viejos peligros. Israel está librando una batalla existencial. Y la está dando por todos los judíos del mundo, porque no es solo la existencia del Estado lo que está en juego; es la existencia de los judíos en todas partes la que está siendo amenazada. Le guste a quien le guste, esta vez no iremos como ovejas al matadero.